martes, 27 de marzo de 2012

Tíjola

Hay días, como hoy, que me siento mal, algo perdido, triste (aunque no siempre la tristeza significa perderse), y entonces busco en mi memoria recuerdos, rostros, rincones que puedan alegrarme. Lo primero que me viene a la memoria es la luz de Tíjola, la luz de mi casa de tíjola, y el rostro de mi madre (con su sonrisa de amanecer aún húmedo como el rostro de la lluvia). La beso y me siento bien, cercano, en paz con el mundo. Pienso también en el río, que me devuelve como una arteria la sangre ya perdida. He leído mucho en sus orillas. He crecido con ese recuerdo y esa luz.

Gracias, Tíjola.

martes, 13 de marzo de 2012

Un acordeón en París

Suena un acordeón y el adiós definitivo que encierra la sabiduría de la muerte. La primavera en la Rue du Coeur, con los balcones abiertos que rebosaban vida, llenos de geranios; o las terrazas en el Boulevard Montparnasse. ¡Cuanta alegría! ¡Cuanta vida! Vida derrochada y ejemplar, única y rara.
La bebida en los huesos de Verlaine; o la dulzura y el brillo en los ojos de Rimbaud. Una dulzura agridulce, como una nuez durísima. ¡Ah, los días en París! Sabía que la ciudad se me abriría, cumplidos ya los años, ofreciéndome un final. Y me senté bajo los puentes con mis viejos poemas, como un pintor o un músico.
Sí, allí estaba, frente a la tumba de Modigliani, frente a su humilde lecho en el Cementerio de Père-Lachaise, con unas flores en la mano que dejaría sobre el marmol.
He pintado mi buhardilla de un naranja apagado, un color que he descubierto en las pinturas de Modigliani.
Yo danzo para ella, mi compañera, y me desnudo. Busco su cuerpo para cubrir el mío, para esconder mi desnudez.
Para el creyente, la muerte es el principio. Basta un gesto, una mano cerca. Para el no creyente, la muerte es el final. Pero ese gesto, esa mano o esa música se transforman en un hermoso poema.

viernes, 9 de marzo de 2012

Mi madre (otoño de 2008)

Rosas. Rosas amarillas. Pongo ese ramo de rosas en las manos de mi madre, y le cojo las manos para sentir el mar.
Hay un bronce del escultor Kollwitz, "El lamento por Barlach", en el que veo reflejado el rostro de mi madre. Oigo su corazón latir, su corazón tan claro y limpio, roto, doblado como un paño. Y oigo su voz, ya casi temblorosa y frágil, suave como un atardecer, pequeña y redonda como una gota de lluvia.
Con la mano izquierda se cubre los ojos. Y con la mano derecha sujeta la mano izquierda, como si se le fuera a caer.
Apenas puede andar, tenerse en pié, e incluso sonreir; pero hoy he conseguido sacarle de dentro una sonrisa. Hemos hablado de todo, de cosas sin importancia y de cosas importantes, la lluvia, el mar o las rosas. Me las ofrece. Me ofrece las rosas que yo le he traído.