martes, 13 de marzo de 2012

Un acordeón en París

Suena un acordeón y el adiós definitivo que encierra la sabiduría de la muerte. La primavera en la Rue du Coeur, con los balcones abiertos que rebosaban vida, llenos de geranios; o las terrazas en el Boulevard Montparnasse. ¡Cuanta alegría! ¡Cuanta vida! Vida derrochada y ejemplar, única y rara.
La bebida en los huesos de Verlaine; o la dulzura y el brillo en los ojos de Rimbaud. Una dulzura agridulce, como una nuez durísima. ¡Ah, los días en París! Sabía que la ciudad se me abriría, cumplidos ya los años, ofreciéndome un final. Y me senté bajo los puentes con mis viejos poemas, como un pintor o un músico.
Sí, allí estaba, frente a la tumba de Modigliani, frente a su humilde lecho en el Cementerio de Père-Lachaise, con unas flores en la mano que dejaría sobre el marmol.
He pintado mi buhardilla de un naranja apagado, un color que he descubierto en las pinturas de Modigliani.
Yo danzo para ella, mi compañera, y me desnudo. Busco su cuerpo para cubrir el mío, para esconder mi desnudez.
Para el creyente, la muerte es el principio. Basta un gesto, una mano cerca. Para el no creyente, la muerte es el final. Pero ese gesto, esa mano o esa música se transforman en un hermoso poema.

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